Hola Lau, ya me senté, contame
Adriana
– ¡Mirá, hace lo que quieras, pero hace algo! ¡Yo estoy cansado!
– Yo no puedo.
– ¡Vas a tener que poder!
– No puedo.
– Hacete cargo. Porque la abuela estuvo para todos. Siempre al pie del cañón. ¿Vos crees que porque le traes flores para el día de la madre ya con eso es suficiente? ¡No querida, mové el toto y venite!
– No puedo. No puedo verla así. Me hace muy mal.
Con esa frase Facundo cortó la comunicación. No estalló el teléfono en el piso porque aún le faltaban 10 cuotas para terminar de pagarlo. Tampoco quería hacer demasiado lío, del otro lado estaba su hermana Laura. No le convenía tirar demasiado la cuerda porque si no dejaba de ir. Ese par de veces al año le era suficiente.
-¿Quién era m´hijo? ¿Gina? ¿Mi hija Gina?
– No, Abu. Laura, tu nieta. Se llama Laura.
– No, mi hija se llama Gina. ¿¡Me vas a decir a mí!? Se lo puse por Gorosito y Señora ¿Te acordás?: “¡No tenés Señora, Gorosito!”.
¡Cuando salíamos a comer con Santiago Bal y Susana Brunetti era todo tan divertido! Preguntale a tu papá. Además, yo no tengo hijos.
-¡Abu, Abu! ¡Me vas a volver loco! Al abuelo Roque ya no puedo preguntarle porque hace rato que ya no existe. Y aparte me tirás nombres de gente que no sé ni quiénes son.
– ¡Pero por favor! ¡Siempre me tratan de estúpida! ¿¡Creen que el chicle se inventó cuándo Uds. nacieron!?
Yo nunca te dije, pero en esa época lo fui a buscar a Perón a España y me volví en el Avión Negro. ¿Sabías eso de tu mami?
– No. ¿Entonces, Abu?
– ¡Entonces nada! ¡Para que lo sepas!
– Ok, Abu. No voy a discutir. Tenés razón. ¿Querés tomar algo?
– Sí, mi vida. Traeme mi té. Con un poquito de limón.
– Dale, Abu.
Facundo la saca de su silla de ruedas y la acuesta. La tapa toda. Le pone la doble almohada y le deja su acolchado arriba de sus pies. La Abu hace tiempo que forma parte de la residencia geriátrica El Hogar más dulce. Ya van a ser casi 10 años de caminar entre malvones y crisantemos. Ahora desde hace un tiempo, empujan su silla entre madreselvas y jazmines.
Adentro del gran comedor ya no le resultan molestos los gritos de sordos y sordas que piden por las noticias en la exuberante tele de 55 pulgadas. Es más, hasta ya no escucha a la pianista que todas las tardes a las 5, a la hora del té, los deleita con cinco melodías clásicas. Ni una más, ni una menos.

Facundo y su otra nieta Laura heredaron el cuidado de la abuela. Pero ellos no pueden con sus vidas y menos tiene ganas de cuidar a Marta. Facundo con 28 años sigue estudiando en la UBA la carrera de Filología. No sabe para qué sirve pero le permite seguir usufructuando la pensión de sus padres. En tanto, Laura vive con su compañera, pero no quiere dar más detalles. Le pesa mucho la mirada de los otros. Ni el hermano conoce a su pareja.
La Abu es Marta Tolosa de las Mercedes Paéz. Casi centenaria. Con más experiencias que arrugas. En el armario del hogar guarda sigilosamente cartas de amor. Fotos grises. Carteras. Carnets. Escudos. Banderas. Postales. Sombreros. Pañuelos. Pasamontañas. Todo cabe en una caja de madera media baqueteada, con muchas calcomanías turísticas.
La Abu nació en La Pampa. Creció en Lanús. A la vuelta de la estación. De chica se comportaba como querían sus padres. Con apenas 12 años se subía al tren por horas. En un día visitaba de a dos a tres estaciones. En cuatro horas iba y venía. Entre idas y vueltas conoció a un pibito un año mayor que ella, Roque. Para ella fue Roquito por siempre.
Un sábado llegaron hasta Cañuelas. En sus casas, para obtener el permiso, cada uno dijo que lo llevaba un familiar del otro. Nadie sospechaba de las pequeñas mentiras de esos adorables niños. Tardaron 7 horas. Como llegaron antes de las 6 de la tarde, no hubo ningún reto. Desde allí, horas más u horas menos, se dieron cuenta que se acompañarían durante cientos y cientos de kilómetros de sus vidas.
– Ya no puedo más – se sinceró Facu a Adriana, su madre.
– Facu, escuchá: ayer el neurólogo me adelantó que no tiene buenas noticias de la abuela. Me dijo que la Tomografía por emisión de positrones, o algo así, y la resonancia magnética no dieron bien. Me insistió que a esta altura ya no se puede determinar si es demencia senil o Alzheimer porque para su edad es casi prácticamente lo mismo.
– Yo entiendo todo, Má. Pero vos también tenés que estar. Laura no va, vos no vas. Estoy solo para llevarle los pañales, llevarle los remedios, sacarle al parque, llevarle ropa, ¡escuchar sus historias! ¿Sabés lo que me contó el otro día? Que mientras hacía el guiso para las tropas de San Martín, en 1819, como lo vio medio cabizbajo se le acercó y le dijo: Mi General, yo solo le quiero pedir una cosa: seamos libres y lo demás no importa nada.
– ¡No te puedo creer! – Gritó Adriana, la hija de Marta. Y se rió más fuerte.
– ¡Pero aguantá! ¡Hiciste de todo Abu!, le dije ¿¡Y sabés que me dijo!? Qué yo no tenía idea de las cosas que hicieron con el abuelo Roque. ¡Me asusté, mamá! ¡Me hizo pensar cualquier cosa!
– Mirá, Facu – Lo corta Adriana – Mis viejos eran muy reservados. No contaban todas las cosas que hacían o dónde iban. Cuando salían, que yo era chiquita, me dejaban con mi Tía postiza Mary y listo.
– ¡Después se enojó mal! – Interrumpió Facundo. – Me gritó: “cuando lo milicos cómo vos nos sacaron de la plaza después de Malvinas no me voy a olvidar más”, y me gritó. ¡Hijo de puta!
– Má, ¡mi único pecado fue que tenía puesta la campera camuflada que justo me regaló ella para mi cumple!
– Facu, hijo querido, mi cielo, mi ricurita, te pido por favor que tengas más paciencia. Que la saques de donde sea, que la que debés tener. El médico me dijo que debemos poner cara que nos interesa las cosas que cuenta. Darle tiempo para escucharla. No interrumpirla. Así no se enoja ¿Ok?
– Sí, Má.
Al otro día Laura, la nieta que va una vez por año, les ganó a todos. Eran las 10 y 20 y ella ya estaba en la puerta del geriátrico.
Su pareja la dejó en la esquina. Compró medialunas de manteca, bañada con algo de almíbar. No podía dejar de recordar las facturas y los tazones de café con leche que compartía con la Abu. Las dos no paraban de comer y reírse. Ya sin recuerdos tocó el portero y entró. Increíblemente era su tercera visita en el año. Esta vez intuye que no queda mucho tiempo para comer facturas y reírse con ella. Marta ya estaba en el parque sola, o más bien alejada.
– Hola, Abu.
– ¿Quién sos?
– Soy Laura, tu nieta.
– ¡Ah, sí! La hija de Cocó.
– ¿Qué Cocó? Bueno, no importa. Te traje las facturas que te gustan.
– A mí no me gustan las facturas. En la guerra comíamos pan con aceite y ajo, a la mañana. Eso me gusta.
Sin nada de paciencia, Laura le contestó – ¿Por qué me decís eso, abuela? ¿De qué guerra me hablás? ¡Si vos no saliste de la Argentina!
¿Ves? Por eso no vengo. No puedo soportar que me digas esas cosas.
– ¿Ah, sí? Yo te voy a decir algo – respondió Marta, tomándose muy fuerte del apoya brazos de la silla, casi estirándose para pararse – Esta señora que ves acá en la Guerra de Malvinas se la pasaba tejiendo bufandas para los soldaditos que estaban en el frente. Así como me ves, en ésta mierda de silla de ruedas, con mis manos me la pasé envolviendo paquetes para que se vayan al sur. Me acuerdo unos días antes de eso estuve con tu abuelo, ¡Que no sé porque mierda todavía no llegó!, gritando en la Plaza de Mayo recibiendo empujones y bastonazos porque fuimos corridos por ir a pedir Paz, Pan y Trabajo con Saúl a la cabeza y miles y miles de obreros que queríamos vivir en democracia.
¡Eso hacía esta vieja chota que hoy te compadeces porque a veces me acuerdo de las cosas y otras veces no!

Laura solo la miro. Quería abrazarla. Se acordó de todas las recomendaciones que le dio su madre por teléfono. No pudo. No entiende ver que esa señora que le grita puede ser la misma que le pasaba un puñadito de billetes en su mano para que vaya al kiosco de Claudia y le pida el alfajor triple y el jugo de naranjas. No puede comprender en qué se transformó esa abuela que le cocinaba sus comidas favoritas y la esperaba con un té, con miel y limón todas las tardes cuando salía de la facultad. No sabe dónde buscar esa paciencia que también le pidió una enfermera, que ni prestó atención cómo se llama.
– ¡No tenés idea el frío y el hambre que pasamos con Roquito cuándo el Gral. Belgrano nos pidió que huyéramos de Jujuy para que no les dejemos ni un pan a los españoles que venían desde el Norte! – Gritó más fuerte Marta.
– ¡Abu, pará! Suplicó Laura. – No grites tanto y no digas pavadas porque van a creer que estás loca y te van a llevar a un neuropsiquiátrico. Calmate – Con voz tenue pero firme respondió Laura. Ella tampoco quería que se escuchen esas historias delirantes que escupía la Abu.
– Sabes que pasa nena, mucha gente cree que los viejos nacimos viejos. Los jóvenes creen que la historia se escribe desde cuando nacen. ¿Querés saber una cosa? Yo soy la primera persona que piso la Plaza de Mayo el 10 de diciembre de 1983. A la 0 hora de ese día histórico yo ya estaba en sus baldosas. Pero para llegar allí, un año antes estuve cerca de Dalmiro, un compañero que mataron porque sí en esa misma Plaza. Yo escuché cuando el policía se bajó de un Falcon Verde le pegó el tiro y le gritó: ¡Morite, peronista hijo de puta! ¡Corrí y corrí porque también nos miraron a nosotros para tirarnos! ¡Hasta perdí mis sandalias! Una semana más tarde también estuvimos llorando por las Malvinas, pero diciéndole a Galtieri “¡Se va a acabar, se va acabar, la dictadura militar!”. No me olvido, m’hija, que después de dos meses, con Roquito fuimos un muy triste lunes de junio a gritar por los pibes que estaban en el sur. Los militares ya se habían rendido. Y como ya no les servíamos nos volvieron a cagar a palos.
Casi sin voz, Marta le aclara una historia: – Y te digo algo más, los manuales te cuentan que en 1810, el pueblo esperaba con paraguas en la Plaza de Mayo porque querían saber de qué se trataba. En ese momento los paraguas no se usaban.
Te lo digo yo que estuve ahí. ¿Vos cómo te llamabas, querida?
– Laura, abuela, Laura
Silencio atroz. Alrededor de Marta y Laura todo se movía. Enfermeras. Enfermeros. Internados. Visitas. Cada uno algo hacía. Algo decía. Pero entre ellas había un silencio atroz. Laura escogió no decir nada más y sonreírle.
– Fue así. Como que me llamo Marta Tolosa de las Mercedes Paéz de Carrillo, nacida en Santa Rosa, La Pampa, hace muchos, muchos años – sentenció la Abu.
Pasaron meses. La Abu ya no estaba. La silla de ruedas fue donada al mismo geriátrico. Las cartas de amor, las fotos grises, las carteras, los carnets, los escudos, las banderas, las postales, los sombreros, los pañuelos y el pasamontañas yacían en una caja con varias cintas adhesivas. La poca ropa que le quedaba se ofrecía en los percheros comunitarios de Cáritas. Las estampitas de los santos predilectos la acompañaban en el frente del mármol, junto una foto sonriente y las fechas del principio y del final, en el pasillo 4, fila 38, del cementerio la ciudad.
Adriana, Facundo y Laura se juntaban más seguido. Parece que se sentían más livianos. Pensaban en un viaje familiar. La abuela era tema constante. La extrañaban. Solo les perseguía la aflicción por la falta de paciencia, y en algunos casos la ausencia, en los tiempos finales. Todavía se preguntaban de dónde sacaba sus locas anécdotas.
– Yo solo recuerdo a una señora que se desvivía por tener su casa en orden, cuidar de sus hijos, recordar a su marido – decía Adriana – Muchas veces la mente te lleva a lugares que uno no sabe porque se llega allí.
Pasó más tiempo y más. La culpa se aminoró, los recuerdos se empezaron a espaciar. Lo encuentros disminuyeron, pero continuaban con cierta frecuencia. Hasta sumaron a sus parejas nuevas, y viejas, en las reuniones. Laura recibía a todos en la casa de la Abu. La familia acordó que la nieta más chica se haga cargo de ese hogar cómo bien había sentenciado Marta en los almuerzos domingueros. Y así se hizo.
En algunas de esas semanas anodinas, que muchas veces son el intermedio de algo que está por venir, la nieta recibió correspondencia luego de varios meses. Era una carta con membrete oficial. Allí entendió todo. La misiva decía: El Sr. Presidente de la Nación Argentina invita a la Sra. Marta Tolosa de las Mercedes Paéz, o familiares cercanos, a recibir la «Orden de Mayo» por ser la primera persona que ingresó a la Plaza de Mayo el 10 de diciembre de 1983, día que se recuperó la Democracia en nuestro país. Mis saludos cordiales”
Tomó el teléfono y marcó, entre nerviosa y emocionada.
– Hola Má, ¿estás sentada? Tengo que contarte algo…
Autor: Gustavo R. Fernández, Mención especial Concursos Participativos 2023, UPCN Nacional

Me emocioné tanto hasta estrujar el alma Gus!!!! Norma
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