Milagro Inesperado

Aquel 13 de marzo de 2013 tendrá que ser recordado casi obligatoriamente por la mayoría de los argentinos. En aquella jornada, volvió a activarse esa máquina imaginaria que guardamos para los acontecimientos que sospechamos trascendentales. La agenda de los hechos históricos volvió a hacer emerger la pregunta que acompañará en un futuro reuniones, encuentros, consignas radiales, encuestas televisivas o reels de los influencers del momento: “¿Dónde estabas cuando eligieron al Papa Francisco?”. 

Mi memoria me hace un jugueteo. Recuerdo patente que estaba en mi auto circulando por avenida Córdoba. El porqué no lo recuerdo tanto. Escuchaba de casualidad al legendario Fernando Bravo. Extraño, en mí. Un tipo al que antes solo veía los sábados por la tarde, también de casualidad, luego de llegar de jugar a la pelota desde el Parque Chacabuco. Seguro que ese día buscaba información. Y en la AM siempre hay.  

Me quedé mirando la hora. Habían pasado cerca de 10 minutos de las cuatro de la tarde. «¡Noooo! ¿Bergoglio?», gritó el conductor. «¡Jorge Mario Bergoglio! ¡Acaban de decirlo!», acotó su compañero. «¡Señoras y señores, qué estremecimiento!», siguió Bravo. «¡Tenemos un Papa argentino, señores!», anunció. Y la emoción lo invadió:  »¡Estoy llorando!». 

Yo empecé a gritar y a tocar bocina como loco. Habíamos ganado el Mundial del Cristianismo. Le habíamos sacado el invicto a los europeos y, principalmente, a los italianos, como haríamos tiempo después en la Finalissima, con Messi a la cabeza. 

Para los que creemos más en la ciencia que en la magia disfrazada de disímiles atuendos, esta elección significó eso: la argentinidad al palo, nada más y nada menos que eso. Si ya teníamos al rey del fútbol (y a su antecesor), ¡cómo no íbamos también a tener sentado en el sillón de San Pedro a un argentino, porteño de Flores, hincha de San Lorenzo y estudiante de una escuela técnica! Cartón lleno. 

En ese momento, me vinieron al recuerdo algunas posturas políticas, cuando menos confusas: las críticas de Bergoglio, ante el gobierno de turno, por la situación social de los más necesitados; más acá, la aparición de ciertos recortes periodísticos que no lo dejaban bien parado por su supuesta actuación como sacerdote en el contexto de la dictadura cívico–militar; y sus fuertes homilías por Tierra, Techo y Trabajo, en San Cayetano, entre otras. En la tele, durante algunas noches de insomnio, había tenido oportunidad de verlo charlando en con Marcelo Figueroa –pastor evangelista– y con Abraham Skorka –rabino judío- en el programa interreligioso “Biblia, diálogo vigente”. Había escuchado algunas de sus reflexiones oportunas, pero luego había cambiado inmediatamente de canal. En síntesis, no le había dado mucha bolilla.  

Durante esa segunda quincena de marzo, comenzaron a llegar desde el Vaticano algunas notas de color, que daban cuenta de cierto cambio de actitud por parte de este nuevo Papa. Que no usaba los tradicionales zapatos rojos papales que “simbolizaban el poder y la autoridad de la Iglesia”. Que había reemplazado los oropeles por trajes sacerdotales sencillos. Que dormía en un hotel parroquial y no en la habitación asignada históricamente al Santo Padre. Todas noticias que alegraban más el corazón de los no creyentes que el de los creyentes. 

Sin embargo, para mí, lo importante era que se trataba del hincha de San Lorenzo más reconocido de la historia universal. Este dato me servía para sentirme más importante ante el resto de los fanáticos futboleros del mundo. 

Todo se me removió el primer martes de su pontificado. En Argentina, como siempre, ya era tironeado de un lado y del otro. Como es nuestra costumbre. Cada bando ideológico se lo disputaba o lo confrontaba, según su conveniencia. Hasta que, poco tiempo después, esos amagues se transformaron en realidades que sorprendían a unos y otros. El que lo había querido antes ya no lo quiso más, y el que no lo había querido se convirtió en su acérrimo defensor. 

Ese martes, el Papa Francisco bajó de su auto especial y saludó con un beso en la frente a Césare Cicconi, un hombre de 50 años que era aferrado por su hermano entre la multitud. Se trataba de un hombre con discapacidad, cuyo cuerpo estaba totalmente entumecido por una enfermedad neurológica denominada esclerosis lateral amiotrófica. Cicconi solo podía mover su mano, gracias a la asistencia de un aparato. Él mismo contó, luego, que, en esa oportunidad, el Papa Francisco le había pedido: “Orá por mí”. Al ver todo esto, no pude dejar de lagrimear. Me quedé frente a la tele, mirando y llorando. Lo que estaba viendo me tocaba de cerca. Me dije: “Es solo por eso”. Soy, para muchos, uno de aquellos que la gente cree que tiene en su hogar o un problema o una bendición. Hoy, a la distancia, me doy cuenta de que lloré mucho más ese sorpresivo martes que cuando lo despedí la mañana del lunes 21 de abril pasado.  

Tal vez, aquel día que lo descubrí con otros ojos esa instancia mágica que todos esperamos que nos resuelva lo imposible me encontró. Muchas veces, intentamos resguardarnos con un velo de escepticismo, solo para mostrarnos ante el mundo como seres racionalmente inconmovibles. Cambiamos de tema y nos volvemos a aferrar a las teorías del mundo que conocemos. No queremos emotividad.

A la semana de aquel episodio, sin embargo, volví a fallar. En esta oportunidad, el encuentro fue con un chico de tan solo 8 años con parálisis cerebral. Se llamaba Dominic. Se lo acercaron a las escalinatas del papamóvil, y Francisco lo abrazó. Y el nene, por su lado, con esas neuronas que apenas le hacían caso, también intentó apretujarlo con fuerza. Al ver esa escena, pensé que Francisco abrazaba a mi hijo, y a todos los hijos con discapacidad del mundo. Lo que los cristianos llaman “Espíritu Santo” y los agnósticos, destino o suerte, se había posado sobre mí. Nunca lo pude explicar, pero ese cura de gesto adusto y de palabras duras en su época de obispo se transformó para mí, a partir de entonces, en el guardián de los desechables, de los anormales, de los que, para algunas ideologías que en algún momento dominaron el mundo –o intentaron dominarlo-, fueron utilizados como ratas de laboratorio o sacrificados, porque no podían formar parte de la máquina de producir. 

Y ese fue, precisamente, el milagro que hoy no alcanzo a entender. ¿Qué hizo que una persona que no albergaba ninguna expectativa respecto de la espiritualidad se viera, de repente, interpelada en sus propias creencias? ¿Es, acaso, mi historia la que construyó un puente entre lo mágico y lo terrenal? ¿Me dejé llevar, como millones de personas en el mundo, por esos cambios de hábitos que sorprendieron a los más cercanos, pero también a los más escépticos? ¿O es que su persona me estremeció hasta eso mismo que llamamos “alma”, al verlo zambullido entre babas involuntarias y pies manchados por errores humanos?

Durante mucho tiempo, sentí ganas de hacer el esfuerzo de ir a Italia y viajar al Vaticano junto con mi hijo. Miraba los vuelos de todas las líneas aéreas. Los hoteles cercanos. Pero los números no me cerraban. Miles de dólares que no podía juntar; tampoco estaba en condiciones de endeudarme y después pagar a los premios. Pensé en una carta. No tuve tiempo, o valentía, para escribirle. No sabía ni cómo empezarla.  

Sin dudas, el Papa Francisco me volvió a confirmar que estamos muy lejos de la caridad; o del cuidado de aquellos con “necesidades especiales”, o con “capacidades diferentes”, o con un “menor valor”, cuando se los llama minusválidos, como enuncian con eufemismos los que están lejos del tema. Fue Francisco quien dijo: “Tengan el valor de dar voz a quienes son discriminados por su discapacidad, porque, desgraciadamente, en algunas naciones, todavía hoy se duda en reconocerlos como personas de igual dignidad”. 

Cuando vi a los migrantes, a los trans y a las putas de Italia llorar por Francisco, o cuando vi la reverencia solemne de los hombres más poderosos del mundo ante su cuerpo inerte, no pude evitar preguntarme: ¿Qué es lo que pasó? ¿Cómo lo explicamos? ¿Qué fue los que nos hizo mirarlo diferente? 

En estos últimos doce años, el mundo tuvo una contención. Intentamos ser más buenos, gracias a que alguien usó casi todo su poder para ser más bueno. Denunció el juego de ideologías extremas internalizados en falsos profetas. Refrendó la idea de una aldea global como un hogar, del cual todos tenemos que cuidar. Visibilizó a los que siempre están en el último vagón de las sociedades e hizo agachar la cabeza a los intocables. Y solo con un arma: la palabra. 

Autor: Gustavo R. Fernández

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