5 de la mañana, tal vez minutos más, minutos menos. El primer despertador era el tintinar de un cencerro que iba al compás de los pasos de una veintena de cabras, que en su bajada no paraban de balar. No estaban cerca, pero la inmensidad de los cerros hacía que un chasquido resuene cómo un martillazo. Ni por asomo se veía el sol a esa hora. El segundo despertador, el verdadero, era el de López, el gallo luchador de mil batallas devenido en el gallo despertador. Una jubilación indigna para muchos, pero demasiado orgullosa para este colorado sin muchas plumas que iba y venía cuidando a las doce gallinas que florecían en el piso de tierra.
De a poco, la familia comenzaba la danza del inicio del día. Luz encendida. Cocina prendida. Ropa planchada. Útiles guardados. Mochilas ordenadas. Caras lavadas con jarrón y palangana, y fila de a uno al baño de afuera. Sonidos perrunos en busca de su primera comida diaria. Dentro de la casa ni un retumbo disconforme. Mate cocido con leche, pan y manteca para los más chicos. Mate y tortilla a la parrilla, para los más grandes. Precavida y austera, mamá Amancay les preparaba un plato envuelto en un repasador con la comida de la noche anterior para que puedan saborearla en el patio de la escuela. Sumaba calorías al comedor escolar que todos los días preparaba Doña Lucía, la mamá de la Directora del establecimiento provincial Nº 32 “Juana Azurduy”.
Reynaldo (Rey), Leonardo (Leo), Cristina (Tina) y Julián (Iancito) salían en busca de sus dos bicicletas, donada por el municipio. Rey llevaba a Tina en el caño y Leo a Ian en el manubrio.
Los saludos de rigor eran la bandera de partida. En ese momento mamá Amancay prendía una vela a Santa Catalina y a la Virgen de la Merced. Cada mañana pedía para que protejan a sus hijos del camino traicionero, de los animales renegados y de los seres humanos endemoniados. Mamá Amancay desconfiaba del equilibrio de sus pequeños a través de esos senderos débiles de reparos. Precipicios y hondonadas eran amenazas reales que Amancay no podía olvidar. En una de ellas perdió a Jacinto (Tincho). Una víbora asustó al tordillo petiso y lo llevo al fondo de una cañada. Tardaron varios meses en poder recuperarlo y darle una sepultura cristiana. Las fuerzas y el tiempo no ayudaron.
Tincho fue el primer varón. Hijo deseado. Muy. Con la nariz y el andar parecido a papá Jacinto. Apenas empezó a caminar entre la tierra barrida se dedicaba a llevar a las gallinas más chiquitas a la entrada del gallinero. Cuando lo lograba se sentaba tomaba su mamadera y parecía que brindaba por el deber cumplido. Papá Jacinto lo miraba de lejos y buscaba los ojos de mamá Amancay. Ella no se perdía ningún movimiento de su primer pequeño.
Más de grande Tincho se hizo compinche del tordillo petiso que lo acompañó hasta el final. Le encantaba ir en busca de piedras grandes, chicas, medianas para depositarlas en el corral familiar y en uno que preparaba especialmente para su caballo y su descendencia.
Fue el primero en recorrer los 25 km. entre la casa y la escuela. Los iniciáticos años de la primaria con papá Jacinto, luego solo y después con Rey, el segundo de la familia Argarañaz.
Cuando bajaban del cerro, el hermano más grande trataba de enseñarle a Rey quién era quién entre esos arbustos, pastizales y piedras que se le cruzaban. Más de una vez dictaba casi de memoria cada uno de los pájaros que los seguían. Le mostraba los nombres de los cerros y las quebradas. Le deletreaba los carteles oxidados, y baleados, de todos los pocos pueblos que dejaban a los costados.
– ¡Ajá! – Contestaba Rey.
A la vuelta Tincho le contaba historias que fantaseaba en soledad. Así le hizo pasar por viajes espaciales desde una camión cohete que partía desde la montaña que se veía en el fondo de la casa, pasaba por luchas cuerpo a cuerpo con feroces animales nocturnos que se transformaban en dóciles compañeros una vez llegado el amanecer y llegaba hasta hombres y mujeres gigantes que vivían en el interior de cada una de las montañas y cerros que transitaban.
– ¡Ajá! – respondía Rey, entre aventura y aventura.
Una tarde fue el pequeño quien llevó la voz cantante y le recitó a Tincho una canción que había aprendido en las aulas:
¡La mar estaba serena, serena estaba la mar,
La mar estaba serena, serena estaba la mar!
Tincho aprovechó ese canto y le contó a su hermano su más genial y soñadas odiseas: sumergirse en los recónditos e inexplorados fondos oceánicos para descubrir especies marinas insospechadas, adentrase en el mar para lidiar con incalculables y pesados tesoros o recorrer las laderas sumergidas en busca de ciudades perdidas, o tal vez surfear gigantescas olas acompañado de delfines y orcas amigas que lo invitan a otros sitios para seguir revelando ese nuevo mundo.
Rey gritó. – ¡Con la A! – Y siguió – La mar astaba sarana, sarana astaba la mar. La mar astaba sarana, Sarana astaba la mar.
Los 25 kilómetros de vuelta fueron entre nuevas aventuras y recitados. La mar pasaba por la E, por la I, por la O.
– Rey, alguna vez vamos a meternos en el mar, acordate – le prometió a ese pequeño.
– ¡Con la U! Lu mur ustubu surunu, surunu ustubu lu mur. Lu mur ustubu surunu, surunu ustubu lu mur. – contestó Rey
En el día malo, como dice mamá Amancay, Tincho fue solo. A Rey le dio dolor de panza y se quedó en la cama hasta el mediodía. Una tormenta se encerró en la bajada y todo lo hizo aún más maldito.
Desde ese momento, Mamá Amancay pasa todo el día intranquila esperando que lleguen todos sus hijos, además del recuerdo de Tincho, a las 6 de la tarde. Debes en cuando pispea el camino e intenta sacarse de encima esa imagen donde se acerca el comisario con una posible mala nueva.
Es por esto que se fue Papá Jacinto. No aguantó el dolor. En esos años ya había comenzado el proceso de transmisión de conocimiento. Jacinto ya le enseñaba al pequeño Tincho la diferencia entre las hortalizas, los tubérculos y las verduras de hoja del huerto familiar que muchas veces llegaban a la mesa y otras se iban a vender al pueblo. Unos señores del ProHuerta lo visitaban cada seis meses y les indicaban cómo debían cuidar y hacer crecer la granja hogareña. También con perseverancia le demostraba las diferencias entre los ladridos de los cuatro perros. Podían estar pidiendo comida, molestando a otro animal o visualizando a un ser humano. El tono, la intensidad y el volumen eran caracteres que debían tenerse en cuenta. Y hacía todo para que Tincho ya comience a diferenciarlos.
Como compensación, Tincho, a su tiempo, se encargó de completar con una letra lenta, pero perfecta, todos los papeles que hicieron que sus padres puedan tener sus primeros documentos, tener sus partidas de nacimiento, y una ayuda económica que les complementara la dignidad. En cada viaje al pueblo, Jacinto, orgulloso, le contaba a Amancay todas las diligencias que habían realizado gracias a los conocimientos que ya tenía el pequeño gran Tincho.
– ¡Con la E! Le mer estebe serene, serene estebe le mer. Le mer estebe serene, serene estebe le mer. – interrumpió esa escena una vocecita desde el patio de tierra barrida.
Después de más de 20 años, Reynaldo Argarañaz fue el primer universitario de la familia. Entre bicis desvencijadas y motos de pocas cilindradas, Rey pudo completar la Licenciatura en Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de Tucumán. Gracias a esto, el pequeño Rey se convirtió en unos de los maestros del pueblo. Justo hubo una vacante en la Juana Azurduy y él sin esperar nada concursó y pudo volver a su escuela primaria. Un gran trazo del círculo de su vida que quiere seguir dibujando. Su hermano Leo dejó su tierra y se afincó un poco más al norte, con trabajo seguro y familia incipiente. Tina ya se perfilaba para ser la segunda universitaria. La agronomía era su esperanza. Soñaba con desterrar de agroquímicos los sembradíos que la rodeaban y se imaginaba formar una nueva cultura agrícola. En cambio Iancito deambulaba por el último año de una secundaria pública nocturna, sin mucho que pensar, ni mucho que hacer. Solo un subsidio de desempleo que le solventaba una ínfima pieza en una casa invadida por las goteras. Y el aporte generoso de mamá Amancay, que le desenredaba sus vicios, gracias a su jubilación de ama de casa y la pensión que le dejó papá Jacinto. Esa era la familia incompleta del maestro Reynaldo. De vez en cuando necesitaba recordar las fantásticas historias y las enseñanzas de a caballo. Si hasta se hacía un paseo en busca de su antigua casa, que ya era unos trozos gigantes de adobe que cobijaban algún que otro animal perdido en busca de una vieja raíz que se asoma todos los años para la misma fecha.
En un comienzo de un día hábil, a pocos metros de la Juana Azurduy, el maestro Reynaldo escuchó muy fuerte ese mantra iniciático para el aprendizaje de las vocales que el repasó durante su infancia cantando durante 25 kilómetros de ida, y 25 kilómetros de vuelta:
¡La mar estaba serena, serena estaba la mar,
La mar estaba serena, serena estaba la mar!
Entre sorprendido y complacido, el maestro Reynaldo se acercaba a su escuela y lo escuchaba cada vez más fuerte. 6.30 de la mañana no era horario para cantar, pero esto no parecía tener significancia. Apenas abrió la doble puerta el cántico cesó. No bien dejó entrar su cuerpo, una mano golpea varias veces el portón y deja pasar un sobre oficial por debajo de la hendija y se va.
La misiva indicaba que la escuela había sido elegida para ser parte de un programa municipal que llevaría a los chicos a conocer el mar, por primera vez.
El maestro Reynaldo se transformó en ese instante en aquel pequeño Rey que recitaba el mágico mantra alfabetizador sobre el lomo del tordillo petiso, junto a las respuestas monosilábicas que deambulaban a la par de las más vibrantes especies marinas, esos inhallables tesoros asombrosos, las mágicas ciudades perdidas, las brillantes y gigantescas olas que cobijaban peces y mamíferos acuáticos amistosos, que le describía su hermano Tincho cada vez que recorrían esos 25 kilómetros, ida y vuelta.
Desde ese día desempolvo todos los recuerdos que se estaban enmoheciendo y los puso uno a uno sobre su frente. Hizo de cada uno de sus alumnos elegidos aquellos dos hermanos que querían descubrir que se sentiría al tocar la cálida y sensible arena, cómo sería esa sensación de apreciar esos cachetazos de olas que veían en la tele todos los veranos. Certificar si sabemos a sal en nuestros cuerpos como cuentan los que estuvieron y escuchar su sorprendente ruido constante u oler su esencia cuando pasa entre los dedos.
El maestro Reynaldo o Rey, ya no sabemos quién de los dos, pergeñó un plan casi perfecto. De a poco fue recabando todos los datos obligatorios de debía refrendar a las autoridades. Las planillas las completó uno a uno con la ayuda de la administración escolar. Eso sí, a los alumnos les cambió el destino. Ideó un encuentro de intercambio estudiantil que tendría lugar en una ciudad bonaerense. Los chicos no sospecharon, pero su entusiasmo se multiplicó porque conocerían nuevas escenografías y protagonistas. Se reunió con cada uno de las quince familias y les explicó cuál era su idea. Entre el asombro, la alegría y la expectativa, solo pidió que en forma discreta le incluyan un traje de baño en sus pertenencias.
–No tenemos, maestro. Acá no usamos. – dijo Pedro, papá de Nazarena, la alumna más chica del grupo.
–¡Ajá! Tiene razón. Yo me ocupo – contestó Reynaldo
Después de casi un día de viaje, y más de 1900 kilómetros, llegaron. 23 horas, 17 minutos, indicaba el cronómetro del maestro. Con la mayoría de los chicos dormidos. El ómnibus enfiló para la costanera. 10.35 decía el reloj.
Los quince estudiantes de aquel pueblo escondido a más de 1500 metros al nivel del mar, rodeado de arbustos, sueños, hondonadas, cerros, angustias, montañas, miedos, sufrimientos, pobreza, dolor, esperanza, necesidades y alegrías no salían de su asombro. Estaban a metros de una quimera casi inalcanzable. Allí también estaban las ganas de sus mayores. Y de las cientos de fotos y películas que contaban cómo era eso. Corrieron todos juntos con inmensas sonrisas que se caían de sus rostros, junto a algunas lágrimas que abollaban los deseados médanos ondulantes.
Solo se salvaron los calzados porque todos, sin excepción, se mojaron hasta más no pudieron para encontrase con esa sensación que es más que física, es casi de una inmersión espiritual.
Allí también el maestro Reynaldo no solo se sintió feliz por darle esa inmensa alegría a esas quince almas que podían aumentar su energía para el resto de sus vidas sino que a su vez se reencontraba con aquella promesa que deambuló dentro de él por años, que creyó que nunca iba a ser cumplida.
Es así que el maestro Reynaldo, y Rey, hundido en la desconocida rompiente de la ola, y con la certeza de la palabra cumplida, no paraba de gritar, confundiendo su llanto con la fuerza profunda del agua:
¡La mar estaba serena, serena estaba la mar,
La mar estaba serena, serena estaba la mar!

Autor: Gustavo R. Fernández, Mención especial Concursos Participativos 2024, UPCN Nacional
